Por fin, empezó. Tardó décadas. Hubo inicios postergados. Pero llegó el 11 de diciembre y 16 de los genocidas que tuvieron su base de operaciones en la ESMA entran en la sala del tribunal. Con aire soberbio y desafiante, saludando como invitados a un almuerzo televisivo, o bailando por algún premio, sonreían a sus fans que les tiraban besos desde la bandeja alta. De a ratos el ex canciller de la dictadura y asiduo visitante del campo de concentración se levantaba de la silla de ruedas, asistido por un Astiz, solícito y reverente ante el antiguo jefe. Siete horas de lectura de cientos de páginas que detallan sus crímenes. Quedan muchas más; el tribunal decide un receso y se van retirando. “Treinta mil compañeros detenidos-desaparecidos. Presente”, afirmamos nosotros.
Algunos reos se vuelven hacia el público. Uno de ellos no tiene la cofia que luce la enfermera del cartel que en los hospitales pide silencio. Pero los mismos ojos feroces del que ejercía de Rata, Trueno, Martín, los de Antonio Pernías, nos miran del otro lado del blindex y con el dedo sobre los labios ordena silencio. El, que a punta de picana se afanaba sin límites procurando que los atados al catre metálico de “la 13” en el sótano de la ESMA dijeran algo, ayer, en el subsuelo de Comodoro Py pretende callarnos. En la puerta de “la 13”, en sus años de amo de la muerte y de la vida, colgaba un cartel: “El silencio es salud”, decía. Paradoja, ¿verdad? Tal “consejo” ahí donde todo enfilaba a arrancar palabras entre gritos de dolor.
A un paso de ser condenado a perpetua, en septiembre de 2006, el genocida Etchecolatz alzó su rosario y besó un crucifijo. Desde entonces, el sobreviviente testigo Jorge Julio López está desaparecido, sin que el gobierno nacional y el gobierno de la provincia de Buenos Aires –sus tres poderes– hayan identificado y juzgado a quienes lo desaparecieron. Pero no logró abortar los juicios ni paralizar a los miles que los impulsan y llevan adelante en todo el país.
Astiz apuntó con “Volver a matar”. Pernías ordenó silencio. Una coreografía con dos actores, un mismo mensaje: “Volveremos a hacerlo, no lo olviden. Volveremos a matar”, anuncia Astiz blandiendo la bibliografía que ilustra a Abel Posse, el nuevo ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires y al multicondenado genocida Luciano Menéndez. “Cállense. Nunca renunciamos al poder de matar. Nosotros tenemos armas más poderosas; ustedes apenas palabras”, transmite el dedo de Pernías que le cruza los labios. El 10 de diciembre de 2007 lo ratificaron, esa vez contra un camarada de crímenes: Héctor Febres, envenenado con cianuro en su cárcel cinco estrellas regenteado por sus pares de la Prefectura.
Dos abogados de los querellantes –con términos despojados de pomposidad judicial, y por eso contundentes para definir a los provocadores– procuraron lo que ni los funcionarios del tribunal ni los miembros del Servicio Penitenciario Federal hicieron: impedir que los reos siguieran amenazando. Del otro lado del blindex, nosotros –poniéndonos “la camiseta del juicio y castigo”–, les volvimos a recordar: “Como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”.
En tantas décadas, nunca abandonamos el compromiso con nuestros luchadores desaparecidos, con nuestro pueblo hoy, con nuestro pueblo del futuro: enfrentar sin descanso a la impunidad, exigir justicia.
Los poderes del Estado deben cumplir su misión: garantizar la vigencia de todos los derechos humanos para todos. Entre ellos, proteger a todos los habitantes de este suelo de la amenaza que constituyen los genocidas impunes. Incluso de aquellos que aun entre rejas, siguen actuando como un grupo de tareas.
de Página/12
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