En estos días y una vez más, hemos sido testigos de cómo los represores de la última dictadura militar, sus defensores y sus apologistas insisten en tratar de impedir que en nuestro país haya justicia. Esto tiene antecedentes. Primero fue la proclamada ley de “autoamnistía” dictada por el último presidente de facto, Reynaldo Bignone. Luego, los intentos de golpe de Estado y la posterior traición del gobierno de Raúl Alfonsín y la vergonzosa sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Por último, los indultos de Carlos Menem, que terminaron de consagrar el marco legal para garantizar la impunidad de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado.
Pero, por otro lado, también es cierto que desde hace más de treinta años los organismos de derechos humanos, con una tenacidad y firmeza admirables, encabezaron la lucha por la justicia, contra la impunidad y el olvido. Unico modo, además, de que nuestro pueblo pueda superar y dar por concluido definitivamente el horrible capítulo en el que un Estado usurpado por autoridades ilegítimas violó todos los derechos, garantías y libertades que nuestra Constitución enumera.
Debemos observar y denunciar que existen sectores marginales que intentan victimizarse, escudándose en el odio y el rencor. Siguen reivindicando el terrorismo de Estado, desconocen la actuación de la Justicia, insultan el sentido común al llamar “presos políticos” a los responsables de los crímenes más horrendos y pretenden confundir a la sociedad acerca del carácter de la justicia. Como si los fallos, las recomendaciones y las acciones de las instituciones internacionales de derechos humanos, como el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas o la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pudieran ceder frente a las manipulaciones y conspiraciones que ellos falazmente denuncian.
Hoy volvemos a escuchar palabras que duelen, palabras que mienten. Hablan de “concordia” y “reconciliación”. Pero esta vez, en su intento de sostener la impunidad, recurrieron al uso de uno de los métodos más bajos y aborrecibles al que puede acudir un ser humano: utilizar el dolor individual y el afecto hacia los familiares de una víctima, que además es mi hermana.
Por amor y por respeto, no pienso prestarme a discutir públicamente con ella.
Aun con enormes atrasos y obstrucciones, Argentina es un ejemplo en el mundo del esfuerzo de una sociedad por recuperar su dignidad a través de la Justicia. La paciente y tenaz lucha de las madres, las abuelas, los hijos, los familiares directos y de miles y miles de militantes populares, ha rendido sus frutos. Las oprobiosas leyes de impunidad han sido declaradas inconstitucionales por el máximo tribunal. Las causas contra los genocidas, aunque no sin dificultades, avanzan en todo el país. Más de 95 personas han recuperado su verdadera identidad (aunque más de 400 no lo haya logrado aún). El Estado ha reconocido su responsabilidad en los crímenes y es un ejemplo a nivel mundial en materia de lucha contra la impunidad.
Sólo quiero que la sociedad sepa que, lejos de buscar pacificación, una vez más, aquellos que reivindican la tortura, el asesinato sistemático, la desaparición forzada, el robo de niños, las violaciones, el robo de bienes y todo horror inimaginable perpetrado desde el aparato estatal para imponer a sangre y fuego un régimen económico y político de exclusión y pobreza intentan una vez más cubrir a los responsables con un manto de olvido e impunidad.
En un marco en el que convivimos cotidianamente con tanta desigualdad y dolor, no les podemos dar lugar a las maniobras que intentan borrar uno de los valores democráticos que los argentinos elegimos y por el que podemos sentirnos orgullosos, como es la Justicia. No queremos Nunca Más terrorismo de Estado. No queremos Nunca Más impunidad. Ese es el mejor legado que podemos dejarles a las futuras generaciones y un verdadero ejemplo para los jóvenes de hoy.
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