Reportaje a Adela Antokoletz (1911-2002), Madre de Plaza de Mayo,
a los 85 años, publicado el 1º de octubre de 1996
“Nosotras aprendimos a caminar con el miedo”
De señora de su época, casada con un diplomático, a Madre de Plaza de Mayo, la vida de María Adela Antokoletz reflejó parte de la historia de la Argentina. En su cumpleaños número 85, brindó su propio relato.
Por Andrea Rodriguez
Hija de una familia tradicional de San Nicolás, cumplió los mandatos de su época hasta donde la vida se lo permitió. Se recibió de maestra y se casó con un diplomático al que siguió por el extranjero como señora de su casa y madre de sus hijos. Después tuvo que afrontar una separación “en contra de mis principios” y regresar sola al pueblo, cuando ser mujer divorciada era todavía un reto aun en las grandes ciudades. Buscó trabajo, crió a los chicos, llenó su vida con la beneficencia (“esa forma incompleta de hacer por los demás”, según define ahora, con el paso de los años, aquella actividad). Después, como a tantas otras, se le llevaron el hijo, y entonces salió a la calle y dio vueltas y vueltas alrededor de la Pirámide. Lo hace todavía hoy, que cumple 85 años. Esta es la historia de María Adela Antokoletz, la más anciana de las Madres de Plaza de Mayo, la que dice, a pesar de todo, “la vida vale la pena”:
“Son años... 85. Pero por suerte no tengo achaques, no me duelen los tobillos, ni la cintura y puedo pensar con bastante acierto sobre lo que sucede y lo que debiera suceder. Y además, mis sentimientos están intactos. Sufro por los que sufren, me alegro con los que se alegran y con mis escasas fuerzas hago lo que puedo por los demás. También voy al cine, al teatro, tengo amigas y amigos, y disfruto mucho con todo eso. ¿Cuál es la receta para llegar así a los 85? No sé, creo que tiene que ver la paz de la conciencia y el sentido de haber hecho, en distintas circunstancias, lo que debía hacer.”
“Cuando me pasó el hecho desgraciado, imponderable en su tragedia y en su dolor, de la desaparición de mi hijo, felizmente no me dejé abrumar e inutilizar por el dolor. Busqué la manera de dar con Daniel. Primero fueron las instancias legales, buscar entrevistas con militares y no militares. Pero lo cierto es que no me quedé quieta y así fue como di con Azucena Villaflor y su creación de la Plaza de Mayo. La tomé como propia y puse en esa idea toda mi pasión. A mí y a muchas esa plaza nos salvó del manicomio. Y tengo razón, porque es muy distinta la situación mental y física de la que lucha que de la que se abandonó.”
“Yo siempre fui activa, claro. Nací en San Nicolás, una ciudad medio apretada entre Buenos Aires y Rosario, pero con un buen nivel de vida, en donde todas estudiábamos lo que se podía estudiar allá: para ser maestras. Mi casa, la casa de mamá y papá, era una casa de puertas abiertas, casa de maestros. Papá era profesor en la escuela normal. Las circunstancias lo llevaron después a Córdoba, allí creó el liceo que hay en Cosquín y cuando volvió a San Nicolás fue de los primeros, con mamá, que empezaron a reunir gente para darle lecciones vespertinas.”
“En la casa de mis padres entraba todo el que quería y, más que nada, todo el que necesitaba. Y yo me acuerdo, siendo una chica de doce años, cómo me mortificaba cuando, si ganaban los radicales, todas las maestras conservadoras quedaban cesantes. Y si ganaban los conservadores, todas las radicales quedaban cesantes. Y papá, que se metía en política y conocía a mucha gente, generalmente lograba colocación para esas muchachas que se quedaban cesantes.”
“Pero el hecho de que si subían unos, los otros se quedaban afuera me mortificaba mucho y tal vez ése fue el motivo que me llevó siempre a preocuparme por los demás. A los 85, con mis fuerzas reducidas, ya no puedo hacer mucho, pero entonces tejo camisetas de lana para los mapuches. Siempre hice algo en esa forma incompleta que es la caridad. Viví en San Nicolás hasta que me recibí de maestra, a los 18 años, y después nos fuimos a Córdoba y allí me casé con Daniel Antokoletz, funcionario de Relaciones Exteriores, y al poco tiempo nos fuimos a vivir al extranjero: Paraguay, México, Centroamérica, hasta que me separé.”
“Por mi formación social, familiar, cristiana, no estaba en absoluto de acuerdo con el divorcio, pero tuve que hacerlo. Era joven todavía, tenía 35 años y mis hijos chicos: Daniel, 12, y María Adela, 7. Me volví a San Nicolás y crié a mis hijos con la ayuda de mi familia. Mientras estuve casada no trabajé, era una señora de mi casa. Yo decía que un diplomático le debía el 50 por ciento del éxito a su mujer, el 40 a su cocinera, y el 10 restante podía ponerlo él, pero no importaba mayormente. Pero claro, cuando me divorcié tuve que salir a trabajar y me empleé en Tribunales de San Nicolás.”
“Fue difícil en aquella época volver a un pueblo como divorciada. Debo haber sido una de las primeras divorciadas de San Nicolás. Pasé una vida cómoda, entre mi trabajo y mis actividades de beneficencia, que es una manera muy discutible de hacer por los demás, pero es algo. No, nunca me volví a casar ni a formar pareja, ese aspecto no entró en mi vida. Además mi empleo en un juzgado penal, dada la vida que yo había hecho, me enseñó un mundo nuevo, del que no tenía idea. El del juego hecho con trampas, con muertes. Y aprendí también a valorar al ser humano. Esas mujeres, por ejemplo, que llegaban del campo con sus hijos para acompañar a su esposo que había caído preso. Así era mi vida, una vida sin relieves, pero que a mí me era suficiente. Se criaron mis hijos, que eran dos ratas de biblioteca, y la ciudad chica no les fue suficiente. Quisieron venir a estudiar a Buenos Aires.”
“Confieso, sin ninguna vergüenza, que a mí me hubiera gustado que se emplearan en siderurgia, porque en esa época dos muchachos listos, que hablaban bien inglés y se entendían con el francés, hubieran hecho carrera en siderurgia. ¿Y qué es lo que quiere una madre para sus hijos?, seguridad. Pero tanto se empeñaron que se vinieron a Buenos Aires. Daniel primero, a estudiar Derecho. Después María Adela. Y yo también me vine, porque ya me di cuenta de que no iban a volver. Trabajé en los tribunales de Morón y después en los tribunales de San Isidro, hasta que me jubilé. En los finales de la estadía en Morón es cuando Daniel desaparece.”
“Si hay algo que es terrible es que te secuestren a un hijo. Yo me desplomaba en el primer lugar que veía, aquí en casa cerca del teléfono, esperando siempre que sonara. Pensaba que alguien iba a llamar y decirme: Si tiene algunos pesos, tráigamelos, o venga en un taxi a buscar a su hijo. No sé..., esa esperanza. Así hasta que encontré a Azucena. Ella tuvo razón: vayamos adonde ha ido siempre el pueblo cuando quiso saber, decía. Y así llegamos a la Plaza.”
“Es cierto que fuimos las únicas que dimos la cara, y que aprendimos a caminar con el miedo, pero no hubo ninguna heroicidad en esa acción. Fuimos a hacer lo que teníamos que hacer, lo que algo más fuerte que nosotras mismas nos pedía que hiciéramos. Daniel desapareció cuando iba a cumplir 40 años. Y yo tenía ya 65. Daniel no militaba, defendía presos políticos. Me acuerdo de una vez que íbamos juntos por la calle y un señor lo paró y le dijo: ‘Es suicida lo que usted está haciendo, doctor, váyase’. Cuando llegamos a casa discutí con él. Yo sabía lo que estaba pasando, cómo no, y le insistía para que se fuera. El me decía: ‘Sí, mamá, ya me voy a ir’. Pero su actitud fue verdaderamente imprudente.”
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